viernes, 24 de enero de 2014

Ayer soñé con mi padre

Ayer tuve uno de esos días que es preferible no recordar. Lo único bueno fue ese momento, al cabo del día, cuando puedes quitarte los zapatos, poner los pies encima de la mesa y ver algo de TV mientras comes un sándwich porque no tienes fuerzas para nada más. No es lo que esperaba cuando era un infante, pero se trataba de un momento de quietud, y a veces esos momentos resultan más placenteros que aquellos en los que la adrenalina fluye arriba y abajo. Me encontraba en paz por un breve momento.

Hice “zapping” y encontré algo. En un episodio de una serie de televisión, los protagonistas pasaban una velada con un muerto, quien ellos quisieran. Una mujer en un cargo de responsabilidad se sinceraba con su hermana fallecida por drogas. Un tipo duro recordaba lo que pudo ser y no fue con un amor fugaz. Un estadista poderoso pasaba la noche con una bailarina por la que hubiera abandonado todo sin pensarlo dos veces.

Cuando fui a dormir, me sucedió algo parecido.

Soñé con mi padre.

En mi sueño, volvía a la vieja casa del pueblo, ya sabéis, esa casa olvidada y cerrada que solamente acumula polvo y olvido en un lugar olvidado del mapa. Mi casa del pueblo seguía como yo la recordaba, con los utensilios de plástico y vidrio en la cocina, el cántaro de agua colgado en su alcayata de la pared, el viejo transformador de corriente bajo el televisor.

Crucé el pasillo y entré en una habitación que no recordaba. Allí había un armario. Lo abrí. Estaba lleno de papeles, escuadras, lápices, libros, viejos legajos enrrollados como pergaminos, cuadernos de notas rellenos con letra pequeña y aguda. Aunque no había visto aquello nunca, lo reconocí de inmediato. Eran los instrumentos de trabajo de mi padre.

Una vida de trabajo se escondía allí, a la espera de un hombre que nunca volvería. Sin embargo, era un sueño, y se obró la magia: mi padre volvió. Me preguntó qué estaba yo haciendo allí. Parecía sorprendido pero en ningún modo contrariado.

Intenté hacerle mil preguntas, pero él se limitaba a contestar con una sonrisa. No me preguntó sobre por qué no había traído el viejo coche de mamá, o cuándo iba a cortarme el pelo de una vez. Ni una palabra sobre mi vida, mis viajes, mis lágrimas. Yo hubiera querido compartirlo todo con él, explicarle en qué me había convertido desde que se fue, pero no me dio ocasión. No sé si no le importaba, o si por el contrario decidió que lo más sabio era no añadir palabras vacías.

Siempre fue hombre de pocas palabras. Cariñoso a su manera. Silencioso. Expeditivo. Justo.

Cuando desperté, deseé algo por primera vez en mucho tiempo. Deseé que pudiese ver el fruto de mi esfuerzo, que me dijese si estoy haciendo bien abandonando una vida para comenzar otra. Aunque según la ley y las costumbres soy ya un hombre adulto, todos necesitamos un padre, un guía, alguien que apruebe (o no) lo que hacemos. Alguien que nos ofrezca consejo cuando nuestro mundo está sembrado de dudas.

Pero al final, debemos cumplir nuestro camino. Los más afortunados creen que lo recorren acompañados. La mayoría, viajamos solos, con compañía ocasional aquí y allá. Solamente conozco una excepción a esta regla. Solamente una en toda mi vida.

Mi padre. El hombre más solitario que he tenido el privilegio de conocer.

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