Ayer tuve uno de
esos días que es preferible no recordar. Lo único bueno fue ese momento, al
cabo del día, cuando puedes quitarte los zapatos, poner los pies encima de la
mesa y ver algo de TV mientras comes un sándwich porque no tienes fuerzas para
nada más. No es lo que esperaba cuando era un infante, pero se trataba de un
momento de quietud, y a veces esos momentos resultan más placenteros que
aquellos en los que la adrenalina fluye arriba y abajo. Me encontraba en paz
por un breve momento.
Hice “zapping” y
encontré algo. En un episodio de una serie de televisión, los protagonistas
pasaban una velada con un muerto, quien ellos quisieran. Una mujer en un cargo
de responsabilidad se sinceraba con su hermana fallecida por drogas. Un tipo
duro recordaba lo que pudo ser y no fue con un amor fugaz. Un estadista
poderoso pasaba la noche con una bailarina por la que hubiera abandonado todo
sin pensarlo dos veces.
Cuando fui a
dormir, me sucedió algo parecido.
Soñé con mi
padre.
En mi sueño,
volvía a la vieja casa del pueblo, ya sabéis, esa casa olvidada y cerrada que
solamente acumula polvo y olvido en un lugar olvidado del mapa. Mi casa del
pueblo seguía como yo la recordaba, con los utensilios de plástico y vidrio en
la cocina, el cántaro de agua colgado en su alcayata de la pared, el viejo
transformador de corriente bajo el televisor.
Crucé el pasillo
y entré en una habitación que no recordaba. Allí había un armario. Lo abrí.
Estaba lleno de papeles, escuadras, lápices, libros, viejos legajos enrrollados
como pergaminos, cuadernos de notas rellenos con letra pequeña y aguda. Aunque
no había visto aquello nunca, lo reconocí de inmediato. Eran los instrumentos
de trabajo de mi padre.
Una vida de trabajo
se escondía allí, a la espera de un hombre que nunca volvería. Sin embargo, era
un sueño, y se obró la magia: mi padre volvió. Me preguntó qué estaba yo
haciendo allí. Parecía sorprendido pero en ningún modo contrariado.
Intenté hacerle
mil preguntas, pero él se limitaba a contestar con una sonrisa. No me preguntó
sobre por qué no había traído el viejo coche de mamá, o cuándo iba a cortarme
el pelo de una vez. Ni una palabra sobre mi vida, mis viajes, mis lágrimas. Yo
hubiera querido compartirlo todo con él, explicarle en qué me había convertido
desde que se fue, pero no me dio ocasión. No sé si no le importaba, o si por el
contrario decidió que lo más sabio era no añadir palabras vacías.
Siempre fue
hombre de pocas palabras. Cariñoso a su manera. Silencioso. Expeditivo. Justo.
Cuando desperté,
deseé algo por primera vez en mucho tiempo. Deseé que pudiese ver el fruto de
mi esfuerzo, que me dijese si estoy haciendo bien abandonando una vida para
comenzar otra. Aunque según la ley y las costumbres soy ya un hombre adulto,
todos necesitamos un padre, un guía, alguien que apruebe (o no) lo que hacemos.
Alguien que nos ofrezca consejo cuando nuestro mundo está sembrado de dudas.
Pero al final,
debemos cumplir nuestro camino. Los más afortunados creen que lo recorren
acompañados. La mayoría, viajamos solos, con compañía ocasional aquí y allá.
Solamente conozco una excepción a esta regla. Solamente una en toda mi vida.
Mi padre. El
hombre más solitario que he tenido el privilegio de conocer.
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